La gallardía de cruzar la Gran Barrera de Coral pertenece a los valientes. No estamos aquí solo para sobrevivir, protegernos y perpetuar la especie. Hemos venido a trascender, a convertir hechos inertes en hazañas simbólicas. Corría el kilómetro ocho de la maratón de Sevilla del pasado domingo 20 de febrero cuando empecé a comprenderlo: en la maratón como en la vida. Era todavía un momento cómodo, aunque ya la soledad y la adrenalina invitaban a la reflexión. Me di cuenta entonces de la enorme metáfora que es la maratón para entender un poco mejor qué es vivir.
Como la vida misma, no vale que te lo cuenten. Aprendemos haciendo, pensando y sintiendo. Arrojados al mundo y desprovistos de herramientas definitivas nos vemos avocados a modificarnos, adaptarnos y dominar las circunstancias que se cruzan en nuestro camino. Como la vida misma, la maratón es la única prueba olímpica que no se entrena como tal antes de competir. Su dureza debe ser superada sin ensayos generales.
Uno se encuentra con un reto físico y mental con tintes de gesta incierta e impredecible. La forma física condiciona el reto, el tiempo y ritmo varían según el punto de partida del corredor. Desde unos meses antes, incluso años, se pueden estar planificando las posibilidades de éxito de recorrer dignamente la distancia. Cada cual afinará su propia dignidad, modelará su proyecto de carrera y pondrá en marcha un plan personal de entrenamiento. Son los 42.195 metros que separan Atenas de Maratón, que dicen que Filípides recorrió para anunciar la victoria de su ciudad sobre el enemigo persa. Aquel hecho histórico construyó una prueba física cargada de significado, simbolismo, leyenda y épica. El paso de los siglos la ha convertido en la prueba deportiva por excelencia.
En aquel kilómetro ocho me encontré con la ilusión y los nervios de un niño. Visualicé la meta, me vi envuelto en una muchedumbre que desprendía energías vitales tan parecidas a la mía y tan diferentes entre sí. En cada rostro podía encontrarse un sueño, una promesa o un reto. Todavía era pronto. Por eso todo iba bien.
Durante los siguientes kilómetros, quizás hasta antes de llegar a la mitad de la carrera, tuve sensaciones más propias de lo cotidiano. Como en un entrenamiento, me dio tiempo de observar el entorno con cierto reposo. Era una bonita mañana de domingo, había gente mirando, animando, incluso algunos paseaban indiferentes sin comprender nada de lo que ocurría. En las esquinas, los chiquillos jaleaban los nombres que leían en los dorsales; algunos familiares y amigos de los participantes alentaban a los suyos entre los desconocidos que pasábamos delante de sus narices.
Dentro de mi mente, sin embargo, bailaban circunstancias ajenas a lo que ocurría fuera. La seguridad inicial que dibujaba un futuro sin borrones empezaba a mezclarse con la incertidumbre. Cualquier mínima debilidad se iba incluyendo en la lista de problemas. Hasta ese momento todo había sido demasiado fácil. Me había forjado una falsa ilusión de control. Comenzaba a hacer falta la fuerza de voluntad, una energía mucho más que física para dominar las dudas ante lo mucho que quedaba por llegar. Había que recurrir a la paciencia, a esperar, a distraer la mirada para provocar la imaginación y pensar en cosas diferentes.
Demasiado pronto me encontré con la imperiosa necesidad de concentrarme en el ritmo, en lo preparado, en la importancia de dividir tramos como si fuesen fechas en el calendario, en no saltarme lo que tenía previsto beber y comer para no desfallecer. Como ocurre tantas veces en la vida, la prudencia se pierde cuando queremos terminarlo todo cuanto antes, una quimera incompatible con el control de la situación. En la maratón no había otra alternativa. La opción de correr desesperadamente hasta la meta era una completa locura y la cantidad de kilómetros restantes aplacaba la inquietud y los nervios por querer solucionarlo todo de sopetón. No quedaba otra que seguir con el plan.
Es curioso. La solución y el problema coincidían: seguir con el plan. Estaba en una vía de un único carril con un único sentido, que para colmo yo mismo había diseñado. Todo era culpa mía. Cambiarlo suponía fracasar. Y entre tanto, los kilómetros caían, en los coros ya se había sustituido el “llevamos” por el “quedan”. Una meta que empezaba a clarear en el horizonte. Pero quedaba mucho y se jugaba a olvidarlo.
De nuevo la mezcla de sensaciones encontradas y de contradicciones fatales solo soportable al modo más estoico. La euforia contenida por haber superado ya la mitad del recorrido se unía a los primeros síntomas serios de desgaste físico. Como la mente es tan alcahueta y empática no tardó demasiado en acompañar en la pena al cuerpo, inventando artimañas para convencerse de que todo empezaba a perder sentido. El esfuerzo de la voluntad se puso a prueba. Entrenada o no, llegó su momento. Debía invocar al nirvana, a la ataraxia, a la resiliencia, a aquel recuerdo motivador o a todo lo que ayudara a soportar la necesidad imperiosa de bajar el ritmo o parar el tren.
Me encontré con la soledad. La conciencia habla y habla sin que nadie la escuche, buscas iguales que te comprendan, sufridores con los que repartir dificultades. Demasiado lastre acumulado para tanto recorrido. Surge la solidaridad y la comprensión. En esa soledad, como en todas, molestan cosas insignificantes, un pequeño desnivel o un bache en el suelo se entienden desproporcionados. Estamos acostumbrados a echarle la culpa a los demás cuando nos quedamos sin excusas.
Del kilómetro treinta en adelante volvieron a mezclarse elementos en la cabeza mucho más cargados de irracionalidad y emoción. Los miedos a un desfallecimiento, al error o al fracaso ganaban terreno sobre la concentración y la fe en el entrenamiento de meses atrás. La razón casi no era capaz de hablarle a la conciencia, o esta era incapaz de oír y recordarle que esto iba a ocurrir, como una madre consolando a un hijo. Pensar dejaba de ser una opción.
En el argot maratoniano se llama “muro” al momento en el que el cuerpo empieza a devorarse a sí mismo. Goya hubiera sido capaz de representarlo como una más de sus pinturas negras de haber conocido esta experiencia. Una vez agotadas las energías ya no queda más alternativa que la autofagia, símbolo y metáfora del sufrimiento más atroz. No avisa. Cuando llega ya es tarde para arrepentirse de no haber bebido más o no haber entrenado más duro. Ocurre y hay que soportarlo.
Superar este obstáculo es superar lo peor y hay quien no llega a conseguirlo. Puede durar varios kilómetros, un paredón que lleva al dolor, a la angustia, al abismo existencial, a las preguntas más absurdas. Es el momento en el que todo lo que ocurre pierde su sentido, dentro y fuera de la carrera. La solución es siempre la más cómoda: se olvida la meta, el objetivo, el plan y la recompensa; un error si realmente nos lo tomamos en serio. Se ningunea el fracaso, es cuando la indiferencia se expande más allá de la mañana del domingo, como si realmente fuésemos así de impasibles. No hay espacio para recordar que hay alguien esperando, que has estado preparando este momento durante mucho tiempo, que hasta te ha costado conciliar el sueño la noche anterior. El sufrimiento le come piezas al control.
Lo superé. Quiero pensar que no fue fácil y que realmente estaba preparado para afrontar retos así. Lo cierto es que llegué a los últimos kilómetros controlando la situación. Cuando es así, aumenta la euforia, se dibuja la llegada, se vienen muchos recuerdos desorganizados, conversaciones recurrentes y repetidas de las semanas anteriores, sonrisas íntimas coleccionadas llenas de optimismo.
En la meta el corazón se encoge. Tres horas y treinta y dos minutos sin parar de correr. Al llegar encontré gozo, abrazos, sonrisas, lágrimas, dolor y ese especial olor que desprende la satisfacción del deber cumplido. Un final que no tendría sentido sin el camino recorrido, como nos ocurre a diario. Un reto solo al alcance de los valientes. De aquellos que se atreven a cruzar la línea de salida.
¿Acaso correr es de cobardes? ¿Te atreves a hacerlo tu mismo?