Areté es la palabra griega que traducimos por virtud. Se usaba para referirse a la excelencia. Ser un virtuoso es hacer algo de la mejor manera posible. La virtud diferencia una acción de una acción buena o bella.
Siempre se han podido hacer las cosas a medias, de cualquier manera o para salir del paso, pero solo el virtuoso es capaz de realizar algo como debe hacerse.
Desarrollar nuestra personalidad al máximo y exprimir nuestras posibilidades nos puede convertir en una persona única. Apostamos por buscar en nuestro interior aquello que nos distingue del resto, aprovecharlo y potenciarlo hasta llevarlo a la excelencia.
Este desafío vital puede acercarnos al extraño caso de convertirnos en imprescindibles. Serlo o, al menos, parecerlo, nos puede colocar en una situación de privilegio a la hora de encontrar o conservar un puesto de trabajo.
Podemos llegar a convertirnos en un espécimen único dentro de la organización. Llegar a producir algo que nadie jamás podrá imitar. Si nos vamos o prescinden de nuestros servicios ponemos en un aprieto a los responsables de recursos humanos. Sustituir la peculiaridad siempre fue un problema en un grupo de trabajo.
Una organización puede verse en la necesidad de tener a una persona contratada por su virtud y personalidad. El valor está en la característica diferencial del individuo. En ocasiones está en nuestras manos crear un vínculo insustituible, aunque pensemos que solo somos una pieza accesoria del sistema.
Creemos en el crecimiento constante, en la construcción paulatina de la personalidad, en los valores y las virtudes como características diferenciales, en el aprendizaje de técnicas únicas, todo para ocupar un puesto único en una organización.
Se puede llegar a crear un vínculo necesario entre personas y empresas.