Escribe Octavio Paz en El mono gramático que «el viento no se queja: el hombre es el que oye, en la queja del viento, la queja del tiempo». Es nuestra trascendental forma de encontrarnos con los hechos, con el mundo, con lo dado, con lo inevitable. Nuestro estar y nuestra rebeldía, nuestro destino y nuestro capricho, la búsqueda constante de la solución imposible, de la explicación definitiva de lo que no más sentido del aquí y el ahora. En los fenómenos naturales más sugerentes es donde el ser humano se inspira para trasgredir lo real. El viento, la lluvia o el mar, nos sirven para hacer poesía. Y eso no sólo lo hace el poeta, también cualquiera de nosotros que perdemos la mirada en un horizonte mientras sentimos la experiencia de lo absoluto.
La cara oculta de estas vivencias no suele tardar en aparecer. Es la queja, la angustia, la contradicción y la náusea. De la misma forma y en el mismo instante en el que somos capaces de encontrar el sentido, quedamos expuestos a un abismo que no estaba ahí en ese momento único que ofrece la paz. La queja de lo inerte es nuestra queja, y el tiempo es el escenario. La tormenta perfecta que vuelve una y otra vez.
Como casi siempre no nos queda otra que dominar las emociones para no caer en la depresión existencial que carga lo efímero. Todo pasa y todo llega, más allá no hay nada. O sí, pero eso queda reservado para unos pocos. Mientras quédense con lo que Octavio Paz nos dice: somos nosotros los quejumbrosos que ponemos por delante cosas para argumentar a favor de nuestras limitaciones, escondiendo la realidad: que es el tiempo lo que nos pone nerviosos.