Un trampantojo es una ilusión con la que se hace creer a alguien que ve lo que no ve. Un juego de invención que sirve para comprobar hasta qué punto podemos llegar a vivir en la ficción.

Yo había quedado en ir el jueves a la presentación de Habíamos quedado el viernes. Recibí una semana antes un mensaje con la hora y el lugar. Imagino que no nos hicimos los encontradizos días atrás de ese mensaje, pero el hecho es que nos cruzamos en una de esas calles del centro de Sevilla que gustan de salir en las novelas de Salvador Navarro, nos miramos, nos saludamos y nos emplazamos en vernos pronto. Todo iba según lo previsto.

Allí estaba yo en lo que parecía una presentación de una novela. Un guion perfectamente arreglado para que desempeñara mi papel de figurante. Supongo que todo salió como debía, no destrocé el plano secuencia, no hubo quejas y el acto no tuvo que repetirse.

«La novela no tiene nada que ver con todo esto y sí tiene que ver con todo esto». ¿Era posible que estuviese en una adaptación cinematográfica? Lo que estaba bastante claro, al menos para los que conocemos buena parte de sus producciones vitales y no vitales, es que aquello era de Salva. Sus tramas, sus diálogos, sus asuntos tratados, sus golpes de efecto, sus ficciones y sus necesidades. Sus calles, sus paisajes urbanos, su Alameda de Hércules y la playa. El ingeniero estaba consiguiendo que pareciera un accidente.

Por lo tanto, esto que leen es otro trampantojo. No es una reseña de una novela, casi que tampoco es una crónica de su presentación. Es algo así como un ensayo-ficción sobre una experiencia excitante y profundamente vital, un frenesí de emociones, un divertimento desde dentro y desde fuera, una improvisación inevitable. O lo que prefieran, por favor, no me malinterpreten.

Un auditorio wengué y un escenario de teatro, allí asumió Salvador Navarro junto a sus compañeras de reparto, María Ángeles Romero y Elisa Rodríguez, que la literatura es su obsesión y una emoción, algo que usar hasta sacar su más oculta oportunidad de traducir lo que llevamos dentro del alma, eso que siempre queremos contar y que tanto cuesta. Comunicar, esa es la cuestión, contar historias y conectar personas. La mesa quedó desnuda, transparente, solos sus personajes.

Y hubo recuerdos, solapados con risas y lágrimas. Las circunstancias de Salva, sus heridas y sus curas, las palabras, tan importantes y tan crueles, su desilusión por lo mal que escuchamos y lo mal que interpretamos, los muros emocionales que nos creamos: «No tenemos el derecho a exigir la perfección de nuestros amigos». Por eso mostraron sus almas sin pudor, se contaron lo que nunca se habían contado, lo oculto se tornó desvelado y se cruzaron en el camino el arte de amar no correspondido con las confesiones imposibles.

El pulso dramático llegó cuando sacó la cabeza del agua salada, un instante eterno después de imponerse aquel ultimátum en forma de ahogadilla. El guion dio un giro radical y el espectador volvió a activarse. Ocurrió en dos planos temporales separados por varias décadas, en aquella caja negra y en las playas de Punta Umbría. Su sufrimiento se liberó, se hizo público y mermó, ya no tenía que guardarse de decirle a sus amigos las humillaciones que recibía cuando le decían «negro«. Las cadenas se soltaron junto a unas amistades renovadas y una cura para su autor.

La cosa es que Salvador Navarro cuenta historias y es al mismo tiempo. Cuando el desenlace se había consumado y nos dejó con la incertidumbre de la continuación de la saga, gritó a los cuatro vientos que quiere seguir escribiendo y hacerlo desde la inmediatez, sin artificios, mostrando personas con diálogos encueros, dejando el atrezzo para el lector, porque ya no tiene edad para engañarse.

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