Mi padre siempre ha sido la típica persona de “o blanco o negro”. No hay ni una sola posibilidad de que matice ningún análisis. Y eso que le gusta que su equipo juegue bien, pero el resultado le pesa demasiado. ¿A quién no? La especie humana intenta convencerse de que lo importante es participar mientras actúa como si no lo fuese. Porque en este cuento, como en todos los demás, uno espera que ganen los suyos.
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Recuerdo esa pared gris que tanto tardaron en pintar de rojo, los olores de pipas en el suelo y una mezcla de hormigón y césped mojado. La gente nos arrastraba en la salida hasta el Renault 12 rodeado por otros cuatro coches en el albero que había justo delante de la puerta 5. Desde que bajábamos las escaleras mi padre volvía a decir aquello de “otra vez lo mismo, otro partido perdido”. Muchas veces no lo entendía bien porque no habíamos perdido, sólo habíamos empatado, pero todo lo que no fuera ganar no importaba. “Otro negativo más.” Era muy desagradable perder un punto, pero era mucho peor perder los pocos positivos que se tenían, si se tenían.
Cuando terminaba el partido casi siempre nos íbamos inmediatamente, aunque había días que justo después jugaba el filial y todavía no había terminado de anochecer. En esas ocasiones disfrutaba de sentarme junto a mi hermano en las bancas de voladizo o de tribuna, toda una novelería, mientras mi padre hablaba de este o aquel chaval que sin duda sería un figura. Casi nunca terminábamos de ver ese partido. Mi madre solía esperarnos en casa de mi abuelo, que vivía a sólo un paseo del estadio, y se nos hacía muy tarde. Mi abuelo no era de ningún equipo, creo que nunca le gustó el fútbol, pero sí se hacía pasar por “chaquetero”. Yo le preguntaba siempre al llegar a su casa que de quién era. Él contestaba que del que iba primero en la clasificación, que se la sabía perfectamente. Un día incluso la encabezaba el mío en la tercera jornada y me respondió con una sonrisa picarona que todavía era pronto. Que un primo tuyo sea del otro equipo vale, pero tu abuelo tenía que ser del tuyo.
Me acuerdo ahora de los partidos lejos de nuestro estadio. Aquellas tardes con la puerta de la terraza entreabierta escuchando al locutor de radio habitual mezclar recomendaciones de los coches de más alta gama de su categoría con silencios desconcertantes y saludos a amigos suyos personales. Esa era la única forma de saber cómo jugaba mi equipo en otro campo: imaginar las jugadas mientras esperaba impaciente el gol y el resultado que nos diera al menos algún positivo. En esas ocasiones también se enfadaba mi padre, más a menudo, claro. Grandes afirmaciones se me vienen a la memoria: “No puedes marcar un gol y meterte atrás”, “Fulano es muy malo, no vale ni para estar escondío”, “A ese no lo fichaba yo con sólo ver la foto” y otras cositas por el estilo.
Todos los recuerdos que tengo del fútbol se pueden resumir en una espera resignada junto a mi padre. Espera, esperanza, paciencia, porque si algo he aprendido en estos años es a esperar. Esperanza de que un día ganásemos cuatro partidos seguidos, de tener más de ocho o diez positivos, de estar primeros en el periódico el lunes, de quedar más arriba del séptimo puesto a final de temporada. Incluso de ganar algo un día. Porque volver a ser lo que fuimos no entraba en mis planes, sobre todo por lo que me contaban. Mi padre me recordaba una y otra vez cuando Max Merckel, ese entrenador que ponía a correr después del partido al que no jugaba bien, nos hizo quedar terceros en el año 70. Anécdotas, historietas, seguro que muchas de ellas adornadas con exageraciones hijas del paso del tiempo y con lo malo borrado por la memoria. No había mucho más a lo que agarrarse: una liga hacía mucho, mi padre aún no había nacido, y tres copas, en la más reciente mi padre tenía 5 años. Poca cosa, pero era mi equipo, que no era el mejor del mundo, pero algún día lo sería. Eso sí, siempre presumía que era más que lo que había conseguido el equipo de algunos de mis amigos. Con eso me sentía extrañamente satisfecho.
Es curioso cómo se puede vivir tan intensamente este deporte, de qué forma se le puede sacar partido a un simple gol que te meta en los octavos de final de una competición europea. A mis treinta años ese era mi palmarés: un gol de falta en la prórroga que nos hacía pasar a octavos de final. Yo corría celebrándolo por el pasillo mientras mi padre levantaba los brazos de pie loco de contento. Nuestro equipo de vez en cuando nos daba razones para presumir de ello en una ciudad donde nadie pensaba que se podía ser de un tercero.
Tu padre va dejando de tener razón conforme te vas haciendo mayor, eso es evidente, pero ahora que miro atrás tengo que reconocerle algo: mi equipo no había hecho nada, no jugaba bien más de dos partidos seguidos. Tocaba enfadarse, exigir. Éramos muchos los que le seguíamos para tan pocas satisfacciones. Sobre todo porque cuando teníamos un jugador bueno se vendía. Y lo malo no era eso. Lo malo era que no notábamos la diferencia, ni para bien, ni para mal, ni para todo lo contrario. Sin ir más lejos, el que marcó la falta esa tan famosa se lo llevó el todopoderoso de la capital por cuatro duros y después todo siguió igual.
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Ahora miro hacia el suelo del Philips Stadium, acabamos de ganar, sí, ganar, y tengo que acordarme de mi padre. Él no ha podido venir, aunque durante el partido he visto alguna cara en la que se reflejaba la suya. De todas formas yo lo represento. Hay papelillos ya repartidos por la yerba, blancos y rojos. El público se ha ido. Sólo quedamos algunos sorprendidos como yo. Los ingleses se fueron mucho antes, esos que inventaron el fútbol para que nosotros lo jugáramos en unas calles en las que llueve bastante menos. Todavía no puedo creerme lo que acabo de ver, hasta el tercer gol no me quedé tranquilo, demasiados años viciados por la frustración como para que lo hubiera visto claro desde el principio. Pero es cierto. Mañana seguro que todos pensamos que no volverá a ocurrir, pero hoy salgo de aquí sabiendo que hemos ganado algo.