Una buena amiga decía: «Soy atea, pero si Dios existiera y tuviera madre, sería la Macarena, seguro».
Silvio Fernández Melgarejo, nuestro Silvio, el sevillano de los silvios rockeros, le canta a Sevilla con guitarras, batería y sones de marcha de su Semana Santa. Pive Amador le dejó un buen puñado de letras en las que verse reflejado un sevillanito que se precie. Serva la Bari es una ciudad de un ombligismo, un chovinismo y un orgullo patrio exacerbado que supera la parodia. Observen que incluso Sevilla cuenta con su propio retoño en Triana, a su imagen y semejanza en todas estas exageraciones. ¿Hasta dónde puede llegar la idiosincrasia de esta ciudad? La música, el cine y la literatura han dado buena cuenta de esta forma de vivir un lugar, que llegó a ser la Babilonia del siglo XVI, un puerto de Indias que la convirtió en la capital del mundo. Mezcla de razas y lenguas, un cóctel cultural culpable de que todavía hoy esté ardiente la llama de la contradicción en esta tierra, el fuego que no deja de fluir en la lucha entre sus contrarios.
Sevilla, la ciudad odiada y querida, la de los giros inesperados, estadios de rivales fabulados que terminan comiendo en la misma mesa, donde el absurdo se lleva al extremo; la polis de la bulla, las colas, los pasos, los bares y la caló. La que no tiene playa, hecho comprobable si se viene o si se observa con detenimiento un mapa físico de la zona, pero que el resto del universo se ocupa de recordárselo. Qué forma de vivir los polos opuestos, qué manera de ser anárquica, progresista, conservadora y tradicional, todo sin perder su identidad y adaptarse a los nuevos tiempos, porque esta ciudad no ha dejado de cambiar, a pesar del lamento rancio y continuo de «la Sevilla que se nos fue».
Gervasio Iglesias es todo esto, como Silvio, la Virgen Macarena o el derbi. Un productor de cine cosmopolita y viajado, un tipo que encarna a su manera la forma de vivir contradictoria y callejera de Sevilla. Futbolero y cultureta, transgresor y tradicional. Y desde su segunda novela, Ángela, hace un homenaje a esta singularidad de la ciudad que vive desde que nació. Pero, ¿Cómo puede ser que a Gervasio se le haya ocurrido contar la historia de una Santa? Pues sí, y lo hace con una narrativa dulce, amable, cómoda, limpia, documentada y rigurosa, nos pasea por la Sevilla de finales del XIX y comienzos del XX, sin moverse de unos días del 1932. La monja más querida de la ciudad fallece y deja un legado que consolida la leyenda sevillana. De eso quiere dar fe Gervasio.
Nos trae una ciudad en blanco y negro, a medio camino entre una novela histórica, un documental y una colección de postales encontradas en un baúl, un testimonio de una época que podría ser cualquier otra. Encontramos en su crónica un debate ético y estético, poniendo sobre la mesa la fe y la humanidad, para que el lector compruebe lo delirante que es tener que tomar decisiones ante opciones que no son necesariamente contradictorias. Ocurre desde el absurdo de los políticos, la denuncia de la falta de empatía y de tolerancia con el que piensa de otra forma. Una cruzada perdida, utópica y propia de Gervasio: la batalla por arreglar las cosas sin anular al oponente. Una apología del humanismo sevillano.
Es que todo se toma muy en serio en Sevilla, hasta las pavías de bacalao y el caldo de puchero con su yerbabuena. Cómo no va a ser importante que haya humanidad detrás de cualquier ideología, de lo contrario no merecería la pena llamarse así. Y Ángela siguió el ejemplo de la Cruz.