Conocer a Martín Lucía es una quimera, descifrarlo es sólo privilegio de unos pocos. El problema es mayor cuando uno cree saber algo de la vida y obra de su autor. Añadan a esto leer una de sus novelas. Mezclemos bien y el camino en el bosque está servido. Tenemos entonces un acercamiento poliédrico a través del agujerito de un caleidoscopio al que le entra poca luz y a ratos. Una tragedia cuando lo que trata en esta novela es tan sólo amor. Por eso conviene hacer un ejercicio de asepsia para afrontarla, no vaya a ser que al final creamos tenerlo al lado mientras en su cabeza se ingenia un tuit, un verso o una historia. Cuesta un esfuerzo curioso desprenderse de la idea que construimos del autor de Huida, un aforista y sentenciador que atrapa en pocas palabras su mensaje provocador, aunque tan solo sea amor.
En cada página ronda el pesimismo subversivo de quienes están al borde de perder la ilusión; se alterna la lírica y la prosa, se combinan y se juega a confundirlas; se crean caminos de no retorno, construyendo dudas como terapia y psicoanálisis, obsesiones inconscientes en cada decisión; se avanza a pasos cortos, distintos como los de un loco perdido en una acera de cuadros, distorsionados por los miedos, porque en esta novela se camina mucho; muestra un ritmo lento, pensado, conforme a la mirada que suele ofrecer quien las escribe cuando conversa; se masca la soledad como combustible, hay quejas fútiles para rellenar los espacios oscuros e incómodos; en esta narración se rompen muchas cadenas; las analogías son como a Martín le gustan, al Martín más virtual, chispeantes y provocadoras; las páginas de esta novela tienen un trasfondo lírico callejero que se salpica, como gotas de lluvia leve, de versos románticos propios de otro tiempo; hay en sus historias pocas lágrimas, pero están, igual que hay borracheras, aunque estas nunca se terminen de contar.
Tuve la tentación de hacer una reseña especular, pero me mordí la lengua. Porque parte de lo que viene a decirnos es que las historias se pueden ver del revés y viceversa. Los sentimientos, el amor y las emociones se prestan a ese juego de los espejos, huyendo de los juicios de valor que encasillen a unos y a otros para encontrar vencedores y vencidos, culpables e inocentes. Los personajes son pocos, hay poca familia, pocas amistades y pocos amigos, los justos para entender a los protagonistas y terminar hablando tan solo de amor.
Tuve la tentación de hacer una reseña especular, pero me mordí la lengua.
Aunque tanto amor pide escena. La tramoya trabaja a destajo para adaptar sus luces al amanecer, diferentes de las del anochecer, metamorfosis de antros de pecado a bares de café y desayuno, de un centro comercial que esconde una cárcel y de hogares que condenan, bares como consultas psicoanalíticas y cervezas medicinales. Hay cosas, objetos, chismes y demás invitados al atrezo, deslizándose manías y obsesiones sobre sus «para qué». Una farola que sirve para atar motos, paraguas inútiles, cafés hirviendo, escaleras, autobuses, fachadas soviéticas de la periferia y mucha calle.
Martín Lucía marca el tiempo con artimañas poéticas. Los días de la semana, las estaciones, que las señala y las etiqueta, y las horas del día y de la noche, terminan siendo fenómenos meteorológicos, lluvia, viento, sol o nubes, o se tornan sentimientos y estados de ánimo; los personajes transitan en ese devenir antojado por su creador y predispuestos por sus fatalidades. La realidad está condicionada por la fecha, o quizás sea al contrario. Los espacios son desproporcionados y las distancias son imprecisas. Porque el espacio y el tiempo bailan al son de lo que marque a su manera el amor.
Supongo que su intención y su obsesión era esto, tan solo hablar de amor. De qué otra forma se puede explicar que estemos ante una novela en la que se huye amando y se ama huyendo. Se teoriza a cada momento, un discurso y una interpretación sobre esa fuerza absurda e irracional que termina siendo el único hilván de la historia. Detrás no hay nada que sea importante, ni personas ni personajes, una sola apariencia y explicación posible para todo lo que ocurre, que finalmente es la trama, la incertidumbre, los giros, los silencios o las escaramuzas del narrador. Y toca el corazón, sobre todo si te enfrentas a la novela con una incipiente presbicia que augura próximas lecturas ortopédicas. Ataca allí donde duele, sentimiento engordado con la necesaria melancolía de la edad y la conciencia clara de que lo importante terminará siendo eso: amar.