Recreación del artículo publicado el 7 de junio de 2010

El poder fue creado hace mucho y de no existir habría que inventarlo. Pero, déjenme una licencia: no puedo creen en él, no puedo darle mi voto incondicional por su sola existencia, déjenme al menos dudar escépticamente de la persona que lo ostenta. Permítanme ser un ateo de Dios todopoderoso en la tierra.

No pertenezco por naturaleza a ningún grupo social que sea guiado por líderes. Y de hacerlo en algún momento me lo tomo como algo temporal, como un pequeño contrato en forma de legislatura, carné de socio o confianza efímera. De momento y no sé si mañana.

El poder posee contradicciones ciegas e inconscientes, se muestra velado a sus creyentes, untado de un brillo que le da esplendor. No lo soporto, aunque quizás por esa capacidad de alejarnos del desorden es por la que termino por no practicar el anarquismo, aunque lo sea por convicción. Algo parecido al cristiano católico que vive alejado de las liturgias de la Iglesia.

Mis principios políticos me pertenecen, me siento autónomo y sin colores ni banderas. Porque detrás de un color hay una bandera, detrás de una bandera hay un escudo y detrás de un escudo se esconde el poder del poder. De ahí mi anarquismo convencido, aunque al final me conforme con algunas formas de liderazgo con fines meramente pragmáticos.

Los principios políticos conforman ideologías y corren el riesgo de convertirse en totalitarismos, todo depende de la capacidad de hacerse respetar del poder de turno. Yo de momento seguiré poniendo al que manda entre paréntesis.

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