Ser moderno es una condición histórica y una actitud vital. El individuo liberado y culto cree en sí mismo hasta considerarse el elegido para la salvación y la felicidad. El mismo perro con distinto collar. Entonces por la época de Descartes con soflamas como “todo lo que puede ser objeto de conocimiento de los hombres […] no puede haber alguna tan alejada de nuestro conocimiento que no podamos, finalmente, conocer ni tan ocultas que no podamos llegar a descubrir”. Hoy con discursos políticos como esos que vienen vestidos de bondad y buenas intenciones.  

Tuvo su momento concreto cuando finalizó el medievo. Ya en el siglo XV se empieza a hablar en los círculos académicos de “Edad Media” para referirse a una segunda fase superada, aunque se suele señalar como acontecimiento histórico la llegada de Colón a América, lo que dinamita definitivamente la actitud medieval e inaugura esta nueva condición de posibilidad.

Cambios en todos los niveles: económicos, sociales, religiosos, científicos, filosóficos… todos con un denominador común: comenzar de nuevo. Esa es la principal característica de lo moderno, la renovación desde cero, el abandono de la tradición como garantía y autoridad, atendiendo a los recursos intelectuales propios del ser humano: razón y experiencia.

Como en cualquier otro momento histórico, Europa no estaba exenta de problemas. Crisis políticas, ansiedades representadas en el Barroco, inestabilidades económicas, hambres, enfermedades, revueltas populares… Se rompe la unidad de Europa y devienen conflictos y divisiones. No olvidemos la crisis de la razón, las Universidades entran en decadencia y la vida intelectual se diversifica. La nueva ciencia provoca una coyuntura en la que Aristóteles deja de ser intocable y se abren nuevos horizontes. Incluso comienza a ser importante la nacionalidad del pensador de turno, no es lo mismo Descartes que Locke, uno francés y otro inglés.

Es ahí donde encuentra un “nicho de mercado” el “hombre moderno”. Se propone la renovación utilizando las capacidades propias del conocimiento humano, su origen y validez, una cuestión previa e imprescindible para poder avanzar en cualquier terreno, incluyendo el ético y el político. Esta modernidad establece que lo primero que tenemos que esclarecer es el criterio de verdad, para poder elaborar un método fiable de conocimiento que nos dirija inexorablemente a la certeza absoluta. Claro que el racionalismo asentará una filosofía continental diferente al empirismo inglés, aunque esto es otro asunto.

Ser moderno era, y es, creer en la experiencia sensible y la razón analítica como medios para llegar a conocerlo todo. Es más, consiste en considerar que así el ser humano puede llegar a controlar la naturaleza y la historia. Una ambición que hoy delataría al más loco de los tiranos, pero que en aquel contexto histórico era casi una necesidad de liberación. El ser humano, una vez que se libera de las autoridades divinas y monárquicas, sueña con el dominio del mecanismo natural e histórico, que le llevará a la mayor de las perfecciones soñadas. Comienza la era de las utopías.

La actitud moderna continúa y se replica. A veces adopta formas camaleónicas persiguiendo el control social y prometiendo futuros felices a base de sobreactuaciones políticas. Si necesita un enemigo, se crea. El contexto mediático es el caldo de cultivo.  

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