Me he encontrado una novela sobre la Segunda Guerra Mundial. Ni batallas, ni estrategias, ni vencedores, ni vencidos. Es una guerra y todo es en vano. El Ejército Rojo entra en Prusia Oriental y allí, en un lugar de paso, se refleja la barbarie en un espejo apenas empañado por el vaho. Idas y venidas, refugiados, un polaco, dos ucranianas, judíos, franceses y mucho alemán, aunque cada uno entendiendo el absurdo a su manera.
Una narración cuajada de fotografías y pinturas, de escenas de claroscuros. La luz está en las chimeneas y en la nieve. Hay una humedad que corroe, un frío helador que mantiene la distancia con el miedo. Me atrevería a etiquetarla como una novela fotográfica más que histórica. Un retrato existencialista de la guerra desde la trastienda, allá donde sufren los que sólo tienen culpa de sus hurtos, injusticias o aires de grandeza, y que se distancian de aquellos anhelos de poder. Sus pecados locales no condicionan su destino, son los pecados de otros los que truncan los intentos de escribir sus propias historias.
Hay en esta novela un estoicismo sobrecogedor. El fatalismo se asume y acongoja al lector. El miedo llega en cada página a enfriar el papel, por si a alguien se le ocurre pensar que es sólo ficción. El tiempo pasa irregular, el lenguaje representa rupturas inquietantes, muchas preguntas sin respuestas, invitando a la difícil empatía de estar allí y ser uno de esos personajes.
Hay música en la narración: trombones, un fagot continuo y melancolía en los violines y las violas. El ritmo se sostiene detrás de una melodía fúnebre que nos cuenta una historia final desencadenada. Esa música nos sostiene la guerra, deja ver la sangre, los niños, el silencio, el murmullo, los secretos, los caballos muertos, los carros, las maletas sin dueño, la muerte. Porque la muerte es y el mal existe, pero ¡ay, la forma! Lean y no sufran demasiado, al fin y al cabo todo esto no ha dejado de ocurrir nunca. La muerte como leitmotiv de la existencia.