Escritores, háganle un favor a nuestro tiempo: observen, analicen, imaginen y escriban distopías. Corren buenos tiempos, no hace falta tantos juegos del hambre ni laberintos, estamos sumergidos en un caldo de cultivo como pocas veces tuvo este género aterrador. Algún día serán recordados por visionarios. Si arriesgan y se dejan ver, le tomarán por uno de sus enemigos, será el precio para pasar a la historia. Rebusquen ese Orwell que llevan dentro. Escriban distopías, malditos.

El género distópico tuvo su auge durante las primeras décadas del siglo XX y desde entontes no ha dejado de tener un espacio en la ficción futurista de la literatura. Parece que la primera fue Nosotros de Evgueni Zamiatin, en 1924. El caldo de cultivo fue la puesta en práctica de los metarrelatos ideados en el XIX, totalitarismos que por aquel entonces pretendían solucionar los problemas irresolubles de la libertad, la igualdad, la salud o las fronteras. Cada cual a su manera.

Un mundo feliz, 1984 o Farenheit 451, son consideradas novelas icónicas en este universo distópico. La etiqueta es una evolución del termino «utopía», lugar soñado e ideal, pero con el prefijo que cambia el lugar imposible por el lugar indeseable. Una distopía dibuja una sociedad futura imaginaria fatal, opuesta a las anheladas utopías. En estos mundos la búsqueda de la felicidad se torna alienante, con estructuras de poder totalitarias que imponen modelos sociales de control, con el fin de aplicar un plan lógico que salve a los ciudadanos de los males que tradicionalmente han caído sobre el pueblo indefenso.

Aquellos tiempos pasaron y 1984 fue sólo un año más en el complejo siglo XX. Las motivaciones históricas de aquellas décadas han sido sustituidas por otros problemas. El estado de bienestar ha ido desvaneciéndose con más pena que gloria, occidente se ha ido construyendo nuevos sueños y los ingenieros sociales han renovado sus artimañas. Mientras la literatura ha seguido proyectando distopías, ficciones con un alto nivel de creatividad y alejadas de sus razones originarias. Han pasado al cine y a la reciente moda narrativa de las series de televisión. Incluso las hay dirigidas a un público juvenil, más propenso a los sueños, con más facilidad para la rebeldía y más receptivo a las tragedias relacionadas con ordenamientos sociales carentes de libertad.

Pero nuestro tiempo no es tan diferente de aquel. El poder económico y político sigue creando ideologías de control. Se diseñan proyectos disfrazados de democracia, con fórmulas estructurales y legislativas que garantizan libertades perimetradas. Estamos rodeados, como en la modernidad, la ilustración o en la época de los metarrelatos, de ingenieros sociales que imaginan futuros mejores con el peaje de la libertad dirigida. Nos dicen, nos convencen y nos dibujan el recorrido propicio y noble para usar nuestra libertad. Lo hacen en la sexualidad o en la educación, en la higiene o en la salud, en el ocio o en el ámbito laboral, hasta el escenario es ficticio y se vuelve vinculante. Se crean símbolos, banderas o palabras, todo lo que haya más allá de lo correcto es oscuridad y terror, la nada. Cruzar los límites del corsé es romper la moral consensuada y arriesgarse a la proscripción.

Estamos rodeados, como en la modernidad, la ilustración o en la época de los metarrelatos, de ingenieros sociales que imaginan futuros mejores con el peaje de la libertad dirigida. Nos dicen, nos convencen y nos dibujan el recorrido propicio y noble para usar nuestra libertad.

Escritores con capacidad de construir historias, creen distopías según nuestro tiempo actual. Escudriñen. Hay mucha carnaza para innovar, estamos sostenidos por una estructura social y política que ha renovado fórmulas, que usa nuevas máscaras y velos, que ha tenido que reciclarse para convencer. El aparato de propaganda y marketing se ha actualizado para superar las adversidades de un ciudadano que detecta con facilidad los antiguos totalitarismos. Los nuevos deben cubrirse con la pátina democrática y protectora. Aquellos son ahora los otros.

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